La primera vez que me dijeron, “te asentó bien ser mamá”, no capté a que se referían pero se me quedó muy grabado el comentario.
Poco a poco entendí esa metamorfosis.
Mi piel lo procesó rápidamente.
Mi físico era quien me delataba porque todo yo era un ser luminoso y ese brillo se escapaba por los poros de mi piel.
Esas palabras las tomé como un cumplido pero no me percibía tan diferente. Quizá sólo me veía como una medusa del mar. Gelatinosa, acuosa, un ser expandido por tanta agua retenida en mi cuerpo y una oruga que crecía en mi vientre.
En ese momento para mi no era viable que algo me sentara bien. Yo era un molusco gordo, grande y pachón.
Imaginen una medusa perdida en el mar nadando a su ritmo, solitaria y elegante, en el azul profundo.
Esa escena era yo flotando, quizá danzando al compás de la gran masa de agua que me poseía.
Pasando por desapercibida entre mi humor azul y el tono del océano de pensamientos.
Creciendo a su destino, se impulsa y se expulsa, se contrae y se expande. Después de trece meses logré convertirme en una medusa luminosa, porque nadie nos cuenta los ratos negros que se pasan cuando traes cargando un ser mágico.
En realidad las medusas son asexuales y no dan a luz como nosotras las mujeres pero para llegar ahí tuve que abrirme, sangrar, gritar, reír, llorar, amar y mamar. El alma es tan sabia que brilló en el momento que brotó nueva vida.