La cuenta por favor

Aterrizamos en el D.F. después de haber pasado una mala racha, los dos decidimos fugarnos a un mundo desconocido, con el pretexto de la boda de una gran amiga de él, el innombrable. Ambos sabíamos que necesitábamos ese tiempo para calmar las aguas, hacer las pases y volvernos a enamorar en un viaje de tórtolos. Dejando atrás el trabajo, los celulares, los compromisos, los enojos y rencores nos zafamos de todo.

Yo estaba feliz, sabía tan poco de Campeche que hasta olvidé mi traje de baño y tuve que comprar uno en el aeropuerto, el trayecto fue largo después de viajar en avión y varios camiones llegamos al destino.

Valió la pena cada hora al ver la linda ciudad con sus callejuelas, casas coloridas, el hermoso centro de la ciudad con un quiosco y una iglesia imponente.

Hicimos todo lo que los enamorados saben hacer. Caminamos tomados de la mano, recorrimos las calles, nos tomamos fotos y filmamos videos cursis sonriendo, cantando y bailando por los callejones. Dos completos idiotas riendo hasta el cansancio para después refugiarnos en nuestro nido de amor. Un capítulo perfecto donde los protagonistas estaban bajo los efectos de la magia que flotaba en el ambiente.

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Entre la arquitectura de ensueño, las comidas deliciosas y el deseo de dos jóvenes aguerridos.

La boda fue el suceso menos importante, yo quería toda su atención. Sentía que mi mundo era él y yo era su mundo.

Así pasamos cinco días, hasta que la realidad se hizo presente y se acabó el veinte, empacamos las maletas y nos fuimos. Primero el autobús que nos dejó en Ciudad del Carmen y de ahí el avión que nos llevó a la Ciudad de México, donde me quedé cinco días, sola apartada de él.

Me sentía muy feliz, plena, era una mujer realizada, mi mundo era perfecto y lo grité a los cuatro vientos. Celebré mi felicidad con una comida en mi restaurante favorito, ubicado en la calle de Álvaro Obregón. Me senté en una mesa en el exterior, la única mesa libre. El viento soplaba demasiado fuerte, así que decidí pasarme al interior, ordené lo de siempre: una taza de arroz con atún marinado y un té verde frió. La comida llegó en menos de diez minutos, y con ella una mirada tímida y coqueta del mesero. Nos vimos fijamente a los ojos y casi derramo el té, me entorpecí, quería pedir algo más pero no pude emitir palabra.

Empecé a hacer una historia en mi cabeza y percibí mi coqueteo. Él, guapo, con buen cuerpo y unos años menor a mí. Mis pensamientos divagaron lejos. Pensé seguro tiene buen gusto musical y sabe tocar algún instrumento, haríamos linda pareja, seguro es divertido y me haría reír muchísimo. Frené en seco mi mente y pedí la cuenta aceleradamente. Llegó la nota y no había nada mas que su nombre con su numero de celular.

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